domingo, 1 de septiembre de 2013

¡cuidado con la música! XXVI

¡Cuidado con la música!

Así habló Zaratustra VIII.

   En la cuarta parte del libro ocurren cosas extrañas. No canta Zaratustra sino sus (los) hombres superiores. Toman el arpa y cantan, cuando él no está reunido con ellos... pero lo que se canta son poesías, ya no los cantos como lo venimos expresando. Hay un cambio en esta cuarta parte que tal vez no sea la expresión de su filosofía como música, sino un antecedente inmediato (aunque esté ubicado, como dije, al final del libro, siendo su última parte). Estas poesías fueron compuestas muchos años antes que el Zaratustra, algunas incluso 20 años antes, pero Nietzsche se vió llevado a insertarlas  ¿Por qué? Porque cantan casi los primeros hallazgos de él, cuando Dios aún no había muerto.
    Veamos la primera. Se encuentra en El mago, y lo que este hombre superior canta -el mago- es un lamento escrito en 1884, antes llamado El poeta: Zaratustra lo encuentra yacente en el suelo, sin registrar el entorno... «pero al fin, tras muchos temblores, convulsiones y contorsiones, comenzó a lamentarse».
    El mago se lamenta, muerto de frío en su corazón, medio muerto por fiebres desconocidas (canta, se lamenta, por la enfermedad, y a la enfermedad)... su enfermedad: el pensamiento. ¿Pero qué pensamiento? El de “desconocido, Dios” (en 1864 ya había hecho un poema Nietzsche “Al Dios desconocido”). [Ver Hechos de los apóstoles 17, 23, el Dios encontrado por Pablo en el areópago, sobre el que les da un discurso a los atenienses].
    Ese pensamiento de Dios (desconocido) toma el pensar, tortura, es un ladrón. Llega al corazón, es un verdugo, un cazador. Pero este se va... su último enemigo huye... y vuelve... huye y vuelve.

    El mago sufre, pero es una gran farsa, no alcanza con encontrarse con este último pensamiento. Zaratustra, como un maestro zen, lo vuelve en sí al golpearlo con el bastón. Esa farsa se quiere encerrar en nuevas farsas, en un juego de sentido que embota el sentido. Y es así que Zaratustra encuentra que es el único momento en que este mago es auténtico (y ya no puede retroceder ante esto), cuando: “cansado de ti mismo hayas dicho: «yo no soy grande»”.
    O sea, aunque ese pensamiento se repita en una rueda tortuosa, y no pida más que repetirse, desliza el reconocer una miserable castración: “yo no soy grande” (este tema inaugura, y está muy bien desarrollado, de la mano de Bataille, en mi libro escrito con Florencia Fracas Hablemos de angustias).
    La gran astucia del mago, la útlima, es ser un hombre que busca y tienta y dice:

¿No lo sabes acaso, oh Zaratustra? Yo busco a Zaratustra.


    Decirle esto a Zaratustra es hacer de este, por un instante, alguien al que se le despoja el nombre, como queriendo sacarle el último ropaje: el nombre propio. Y es la enseñanza: quien grande se reconoce, se encuentra de su nombre despojado.

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