¡Cuidado
con la música!
Así
habló Zaratustra VIII.
En
la cuarta parte del libro ocurren cosas extrañas. No canta
Zaratustra sino sus (los) hombres superiores. Toman el arpa y cantan,
cuando él no está reunido con ellos... pero lo que se canta son
poesías, ya no los cantos
como
lo venimos expresando.
Hay
un cambio en esta cuarta parte que tal vez no sea la expresión de su
filosofía como música, sino un antecedente inmediato (aunque esté
ubicado, como dije, al final del libro, siendo su última parte).
Estas poesías fueron compuestas muchos años antes que el
Zaratustra,
algunas incluso 20 años antes, pero Nietzsche se vió llevado a insertarlas ¿Por qué? Porque cantan casi los primeros hallazgos de
él, cuando Dios aún no había muerto.
Veamos
la primera. Se encuentra en El
mago,
y lo que este hombre superior canta -el mago- es un lamento escrito
en 1884, antes llamado El
poeta:
Zaratustra lo encuentra yacente en el suelo, sin registrar el
entorno... «pero
al fin, tras muchos temblores, convulsiones y contorsiones, comenzó
a lamentarse».
El
mago se lamenta, muerto de frío en su corazón, medio muerto por
fiebres desconocidas (canta, se lamenta, por la enfermedad, y a la
enfermedad)... su enfermedad: el pensamiento. ¿Pero qué
pensamiento? El de “desconocido, Dios” (en 1864 ya había hecho
un poema Nietzsche “Al Dios desconocido”). [Ver Hechos
de
los apóstoles
17, 23, el Dios encontrado por Pablo en el areópago, sobre el que
les da un discurso a los atenienses].
Ese
pensamiento de Dios (desconocido) toma el pensar, tortura, es un
ladrón. Llega al corazón, es un verdugo, un cazador. Pero este se
va... su último enemigo huye... y vuelve... huye y vuelve.
El
mago sufre, pero es una gran farsa, no alcanza con encontrarse con
este último pensamiento. Zaratustra, como un maestro zen, lo vuelve
en sí al golpearlo con el bastón. Esa farsa se quiere encerrar en
nuevas farsas, en un juego de sentido que embota el sentido. Y es así
que Zaratustra encuentra que es el único momento en que este mago es
auténtico (y ya no puede retroceder ante esto), cuando: “cansado
de ti mismo hayas dicho: «yo no soy grande»”.
O
sea, aunque ese pensamiento se repita en una rueda tortuosa, y no
pida más que repetirse, desliza el reconocer una miserable
castración: “yo no soy grande” (este tema inaugura, y está muy
bien desarrollado, de la mano de Bataille, en mi libro escrito con
Florencia Fracas Hablemos
de angustias).
La
gran astucia del mago, la útlima, es ser un hombre que busca y
tienta y dice:
¿No lo sabes acaso, oh Zaratustra? Yo busco a Zaratustra.
Decirle
esto a Zaratustra es hacer de este, por un instante, alguien al que
se le despoja el nombre, como queriendo sacarle el último ropaje: el
nombre propio. Y es la enseñanza: quien grande se reconoce, se
encuentra de su nombre despojado.
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