Así
habló Zaratustra IV. Eterno retorno I
Del
espíritu de la pesadez
Zaratustra reflexiona sobre
partes de su cuerpo. Empieza por la boca. Dice que es del pueblo, no
de los chupatintas o escritorzuelos. Pero es del pueblo porque quiere
cantarle al pueblo. No como un cantante solitario, en su ducha (o
estudio), donde todo suena bien. Zaratustra quiere cantar (decir) al
pueblo porque lo hace en vivo.
Si bien su cuerpo lo deja
pesado en la tierra, él quiere ser ligero como el ave, y que la
tierra también lo sea. Descubre entonces que no es el cuerpo el
pesado, sino la creencia en el espíritu (de la pesadez) [y en el
cuerpo imaginario, agrego]. Propone “amarse a sí mismo”. Uf,
entonces, ¿éste amor qué es? ¿Y este sí mismo? (No dice “ama
al prójimo como a tí mismo”, pues está un paso antes de este
espejo narcisista; está en la formación del sí mismo).
El
viraje está en que lo que tenemos, lo propio y singular, se lo
declara oculto; a esto se opone Zaratustra (Freud además). No porque
no tengamos cosas ocultas, sino porque eso mismo puede servir de
lucro para algunos que hacen de esto una moral, y es siguiendo esa
moral como nos venden que se podrá arribar a lo oculto de sí (en el
mejor de los casos, que nunca ocurre). Esa pesadez en que se
transforma la vida, esa carga, dice Zaratustra, es ajena; son
palabras
ajenas.
Para que las palabras
vuelen, para que se haga ligera la tierra, hay un camino, el sí y el
no. No todo sí también... no a todo sacarle provecho... no la
sonrisa del hipnotizado o el zombi. Para volar primero tenerse en
pie, caminar, correr, trepar... y bailar.
El
camino es “someter a prueba a los caminos mismos”. Ensayar,
preguntar... luego, mi gusto, mi camino... pues “¡El
camino, en efecto, no existe!”.
[¿Por
qué éste sí mismo? Porque el pensamiento del eterno
retorno
se lo confiesa a sí mismo.]
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